Gracia y raza

¿De dónde viene el racismo? En Génesis 11 la historia de la torre de Babel nos cuenta que la gente de la tierra estaba marcada por el orgullo y el ansia de poder. Como castigo a su orgullo, se nos dice que Dios “confundió su lenguaje”. No podían entenderse entre sí ni trabajar juntos, y como resultado se dividieron en diferentes naciones. No debemos ignorar el profundo mensaje de este relato: que el orgullo humano y su ansia de poder lleva a la división racial y nacional, a los conflictos y al odio. Un erudito resume la enseñanza de un pasaje como este: “La división en diferentes grupos étnicos con diferentes lenguas fue una consecuencia de la desobediencia humana”. Inmediatamente después de eso, en Génesis 12, Dios se acerca a Abraham y le promete traer una salvación al mundo que bendecirá “a todas las familias [mispaháh] de la tierra”. Esta palabra, “familias”, significa grupos étnicos, naciones o razas. Dios está afligido porque la unidad de la familia humana se ha quebrado, y declara su intención de derribar los muros del racismo y del nacionalismo que el pecado y el orgullo humanos han levantado.

El Nuevo Testamento completa la historia. En Hechos 2, cuando el Espíritu Santo desciende sobre la iglesia el día de Pentecostés, sucede otro milagro. Mientras que la gente de Babel que hablaba la misma lengua no podía entenderse, en Pentecostés todos los que hablaban diferentes idiomas pudieron entender la predicación del evangelio de los apóstoles. Se invirtió la maldición de Babel. Fue una declaración de que la gracia de Jesús podía sanar las heridas del racismo. En Pentecostés la primera predicación del evangelio se hizo en todas las lenguas, demostrando que ninguna cultura es la “correcta”, y que en el Espíritu podemos tener una unidad que trasciende toda barrera nacional, lingüística y cultural. El resultado, según Efesios 2:11-22, es una comunidad de “conciudadanos” iguales de todas las razas. Según 1 Pedro 2:9, los cristianos son “una nueva etnia”. El compañerismo y la amistad más allá de las barreras raciales dentro de la iglesia es una de las señales de la presencia y el poder del evangelio. En Cristo, nuestra identidad racial y cultural, aunque no sea insignificante,
ya no es primordial para entendernos a nosotros mismos. Nuestros lazos con los demás en Cristo son más fuertes que nuestra relación con otros miembros de nuestros grupos raciales y nacionales. El evangelio nos hace como Abraham, que dejó su cultura materna pero nunca “llegó” a ninguna otra. Así, por ejemplo, los cristianos chinos no renuncian a su identidad china para convertirse en algo más, aunque el evangelio les ayuda a tomar distancia de su propia cultura, permitiéndoles criticar sus ídolos culturales.

En los capítulos finales de la Biblia se concibe un tiempo en el que el pueblo de Dios está formado por personas “de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9; 7:9; 11:9, 14:6). En el clímax de la historia mundial, ocasionado en la muerte y resurrección de Jesús, veremos el final de toda la división y el odio racial.

Entre la promesa de Génesis 12 y su cumplimiento en Apocalipsis, la Biblia lanza numerosos golpes contra el racismo. A pesar de las diferencias culturales, la Biblia dice que estas barreras pueden y deben superarse. Lo que los cristianos tienen en común es mucho más profundo que sus disparidades culturales. Y como el evangelio da a los cristianos un visión crítica de las perspectivas y valores de su propia raza, tienen la capacidad de alcanzar y trabajar mejor con personas de otras culturas, crean o no en la fe cristiana. Cuando esta teología de la gracia y de la raza impregna la conciencia de un cristiano, una iglesia y una comunidad, la unidad de las relaciones se convierte tanto en un medio para repoblar y reforzar como un testimonio directo para el mundo de la realidad del evangelio.

Justicia generosa: Cómo la gracia de Dios nos hace justos, Timothy Keller

La pobreza y la injusticia son temas que han preocupado a Timothy Keller desde que empezó como pastor hace más de treinta años. Justicia generosa demuestra que, aunque en el pasado era bien sabido que la Biblia es el fundamento moral de la justicia en la sociedad, las posiciones contrarias de los conservadores y de los liberales han polarizado tanto la opinión que ni siquiera la iglesia puede ponerse de acuerdo sobre qué significa “hacer justicia”. Keller examina pasajes bíblicos clave que promueven la práctica justa y desvela que solo a través de una experiencia profunda de la gracia de Dios obtendremos la motivación para preocuparnos de los pobres.

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