«De una manera especial, el trabajo bien hecho la disuadió de su intención»

He escuchado muchos motivos por los que las personas que han llegado al borde del suicido se echan para atrás, pero la más importante para mi familia es también la más infrecuente: la fascinación de ver un trabajo bien hecho.

La joven tenía dieciocho años, tenía dos niños pequeños y estaba claro que era muy despierta, talentosa y guapa. Pero también era huérfana, no tenía dinero, estaba completamente sola, lejos de su casa, y recientemente había enviudado; su esposo murió en un duelo que conmocionó al país y la llevó al exilio voluntario. Así que a Jane Lucretia D’Esterre se le pueden disculpar sus oscuros pensamientos cuando contemplaba las aguas del río que discurre por Ecclefechan, Escocia. El sufrimiento llegaba a todas las fibras de su ser; el desespero nublaba su horizonte. La muerte la llamaba con una oferta de paz tan atractiva como las aguas mansas y profundas que tenía delante.

Corría el año 1815, el año en que Wellington derrotó a Napoleón en Waterloo. Los duelos seguían siendo legales en Inglaterra y en Irlanda, aunque la sociedad cada vez los repudiaba más. Pero la primera noticia que tuvo Jane Lucretia de aquel duelo fue cuando unos amigos llegaron a su casa llevando a su marido moribundo.

Desde cualquier punto de vista, John Frederick D’Esterre, candidato al puesto de sheriff de la ciudad, era un miembro poco distinguido de la Corporación de Dublín, pero un tirador excepcional con la pistola. Sin embargo, tuvo la temeridad de ofenderse por el ataque de Daniel O’Connell contra la corporación y desafió a un duelo al gran libertador irlandés. O’Connell, cuya estatura casi duplicaba a la D’Esterre y era el adalid del pueblo, al principio se negó, pero al final le indujeron a aceptar, aunque tenía fama de mal tirador.

El fatídico encuentro tuvo lugar a 19 km de Dublín, a finales de una tarde de nieve, en febrero, ante los carruajes reunidos de la Corporación de Dublín y una multitud de campesinos.

Al lanzar la moneda, D’Esterre ganó y fue el primero en disparar; extrañamente, falló, y su bala rebotó en tierra a los pies de O’Connell. Este disparó entonces, apuntando bajo deliberadamente, pero alcanzó a D’Esterre en la entrepierna. El campeón de la corporación cayó al suelo, retorciéndose, y lo llevaron a su casa. “La herida de Mr. D’Esterre se considera grave”, publicó el Dublin Journal. “No se ha extraído la bala”. En realidad, D’Esterre murió al día siguiente, tras haber perdonado a O’Connell, como se esperaba que hiciera un caballero.

Sin embargo, O’Connell no pudo perdonarse. Dominado por los remordimientos durante el resto de su vida, se dice que desde entonces cada vez que tomaba la comunión lo hacía con la mano que había disparado el tiro letal enfundada en un guante negro. Cuando visitó a la joven viuda, O’Connell le ofreció una parte de sus ingresos anuales. Ella la rechazó con una apacible dignidad, aunque durante treinta años, hasta su muerte, él pagó una pequeña cantidad anual a la hija del difunto.

Jane Lucretia D’Esterre, apellido de soltera Cramer, procedía de una familia de músicos, seguramente judíos, que saliendo del sur de Alemania habían llegado a Inglaterra y luego se trasladaron a Irlanda. Su padre era el director de la Orquesta de Cámara de Jorge III, y de los festivales de Händel en la abadía de Westminster. Su hermanastro Johann fue un pianista tan admirado por Händel que, como dijo el gran compositor, “los demás no tenían ninguna oportunidad”.

Pero nada de aquello tuvo importancia cuando Jane D’Esterre contempló las oscuras profundidades del río. Sin embargo, por el motivo que fuera, levantó la vista y vio a un joven campesino que estaba empezando a roturar un campo en la otra orilla del río. Tenía más o menos la edad de ella, pero parecía totalmente concentrado en su labor. Meticuloso, absorto, hábil, manifestaba un orgullo tan evidente en su trabajo que los surcos recién excavados parecían tan perfectos como las pinceladas de un artista en su lienzo.

A pesar de sí misma, Jane Lucretia se quedó fascinada. Lentamente se sintió atraída por el orgullo del campesino en su trabajo, hasta que la admiración se convirtió en asombro y el asombro en reprensión. ¿Qué estaba haciendo allí, hundida en la compasión por ella misma? ¿Cómo podía estar tan absorta en sí misma cuando había dos pequeños que dependían de ella? Arrepentida yestimulada, se levantó, regresó a Dublín y retomó su vida, salvada del suicidio y revitalizada durante el resto de su vida por haber contemplado un trabajo bien hecho.

Ya he dicho antes que este es un motivo infrecuente. También dije que, de todos los motivos que conozco, es el más importante para mi familia. La explicación es sencilla: Jane D’Esterre fue mi tátara-tatarabuela. Pocas semanas después de su roce con la muerte, se convirtió. Pocos años después conoció a mi tátara-tatarabuelo, con quien se casó, el capitán John Grattan Guinness, el hijo más joven del cervecero dublinés Arthur Guinness, y que había sido oficial a las órdenes de otro irlandés, Arthur Wellesley, duque de Wellington.

De no haber sido por aquel duelo, nuestra rama de la familia no habría llegado a existir. De no haber sido por el labrador, la tragedia del marido duelista habría ido seguida por la de su viuda. De una manera especial, el trabajo bien hecho la disuadió de su intención.

Mi tátara-tatarabuela era especial por diversos motivos, entre ellos que oró a conciencia por sus descendientes de las próximas doce generaciones. Disfrutamos de una herencia de fe por la que, personalmente, estoy muy agradecido. Pero la rareza de su motivo para apartarse del suicidio ilustra una dimensión vital del llamamiento. No se sabe nada del hijo del campesino escocés, excepto lo que se percibía al verle trabajar y lo que se podía intuir al escucharle silbar himnos mientras araba. Pero conociendo la motivación común de aquel siglo, que en Escocia fue el más cristiano de su historia, no es excesivo decir que el incidente subraya cómo el llamamiento transforma la vida de modo que hasta lo más cotidiano y humilde se ve revestido por el esplendor de lo ordinario.


Este fragmento pertenece al próximo libro de Os Guinness, que publicaremos dentro de Ágora, El llamamiento. Cómo hallar y satisfacer el propósito esencial de tu vida

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