“Le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).
Ayer vimos la reacción de Isaías ante la gloria de Dios (Is. 6:1-5). La de Juan fue caer a sus pies como muerto (Ap. 1:17). Cuando Pedro vio su gloria dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lu. 5:8). Job tuvo la misma reacción: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5, 6). Así respondió el hombre más santo que este mundo ha visto, con la sola excepción de Jesús. Cuando Job vio la gloria del Señor, se aborreció a sí mismo, reconoció la vileza de su condición humana. No confesó un pecado concreto, como lo hizo Isaías, porque no había cometido ninguno y el Espíritu de Dios no le convenció de ninguno, sino que confesó el abismo que separa un Dios santo y un hombre mortal.
En tiempos de Jesús había unos hombres que pidieron ver a Jesús: “Había ciertos griegos entre los que habían subió a adorar en a fiesta. Éstos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo, Señor, quisiéramos ver a Jesús… Jesús les respondió diciendo: Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado” (Juan 12:20-23). Cuando Jesús lo supo, respondió: “Que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (v. 24). Al principio parece que su respuesta no tiene nada que ver con su petición, pero tiene todo que ver. Lo que ellos necesitan, no es ver a Jesús vivo como objeto de su devoción, sino al Mesías de Israel crucificado tanto por judíos como por gentiles, como era el caso de ellos. Jesús era el grano de trigo que iba a morir. La cruz le quedaba cerca. Cuando aquellos griegos le viesen crucificado por sus pecados, como su Salvador, entonces podían poner su fe en él y ser salvos. Admirarle como predicador y sanador ahora no venía al caso, no tenía propósito eterno para ellos.
Aplicando esto a nosotros en nuestros cultos, en nuestros tiempos de alabanza cantamos cosas como: “Yo quiero verle, ver su poder y majestad”. Este día llegará, pero no es ahora. Ahora le vemos crucificado por nuestros pecados y esto es nuestro motivo de adoración, o debería serlo. Tantas veces expresamos el deseo de ver su gloria. Le imaginamos en el cielo con ángeles y los 24 ancianos postrados delante de su Trono, pero no lo hemos experimentado. Lo que hemos experimentado es al Jesús crucificado. Su sangre nos ha limpiado. Su Espíritu nos ha transformado. Este es nuestro debido motivo de adoración. Si los santos ángeles de Dios cubren sus rostros ante la gloria de Dios, ¿cómo pensamos nosotros que podemos contemplarla en un culto, ligeramente, de fiesta, deleitándonos en la experiencia, disfrutando de la emoción?
“Padre, en nuestros cultos queremos ver más adoración realista y menos adoración mística, la de subir al tercer cielo. Abre nuestros ojos a las glorias de la Cruz. Haznos profundizar en su significado. Ayúdanos a gloriarnos en ella. Llénanos de gratitud y alabanza por nuestro Salvador. Un día veremos su gloria a la diestra del Padre, como él oró por nosotros (Juan 17:24), pero ahora le vemos crucificado, y le adoramos como el inmaculado Cordero de Dios. Amén”.