“Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quien irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. Y dijo: Anda…” (Is. 6:6-9).
Ver la gloria del Señor no nos lleva a alabarle, danzar y cantar, y bendecir su nombre, como piensan algunos, sino a arrepentirnos en profunda contrición por nuestra imperfección delante de tanta majestad y hermosura. Sentimos nuestra suciedad, y pecado. Sale de nuestra alma un“¡Ay de mí! Que soy muerto” (v. 5). Y el Señor se apresura a aplicar el fuego del altar a nuestro pecado concreto. En el caso de Isaías, fueron sus labios; en el tuyo y en el mío, la parte que se siente acusada. Así, limpiados por el sacrificio de Cristo sobre el altar de la cruz, oímos la voz del Señor preguntando a quién puede enviar de su parte a un pueblo sordo y ciego. Isaías no tardó en contestar: “Heme aquí, envíame a mí” y el Señor le encomendó a la obra.
Esto es lo que vimos el otro día, a unos siervos que han sido limpiados de sus pecados, que con gratitud en sus corazones han respondido a la llamada del Señor y Él les ha enviado. Y nosotros comprendemos que ha sido y así y reconocemos, como conjunto de iglesias, su llamada.
¿Cómo es, pues, la persona que el Señor envía? Es una persona que se regocija en su salvación. Sabe que Dios le ha perdonado y que le ha aceptado a su familia y que le ha dado un trabajo que hacer y unos dones del Espíritu Santo que le permiten hacerlo. Es una persona que busca la comunión con los demás hermanos e iglesias. Ama al pueblo de Dios. Es servicial y ve cómo puede compartir sus dones para beneficiar, no solo a su propia iglesia, sino a muchas. Es humilde. La persona que menos protagonizó el evento que vimos la semana pasada fue el propio encomendado, y su esposa es aun más modosita, tal como enseña a Palabra. Era tan humilde que casi pasó desapercibida. La acción tomó lugar alrededor de él, sin darle ningún alarde. No fue felicitado, homenajeado, promocionado, o alabado. Así quiso él, y así fue su Maestro.
Ama la oración. Tiene compañeros de oración y pasa horas en privado orando con sus amigos. De hecho, quería que todo el culto de encomendación fuese una reunión de oración, como en tiempos apostólicos. Escribe cartas de oración con frecuencia, porque depende de las oraciones de sus hermanos. Ama la evangelización, porque ama a los niños y adolescentes, y desea que conozcan al Señor a quien él ama. El amor le sale por todas partes; muchos allí presentes lo comentaron. Es hermoso cuando alguien destaca por la calidad de su amor. Este hombre vive por fe. Así ha vivido durante años y el Señor ha ido supliendo no solo lo que él necesita, sino lo que se necesita para llevar a cabo muchos esplais y campamentos sin cobrar a los niños, que de otra manera no podrían ir. Da ejemplo con su familia. Ellos están con él en la obra. Y en todo glorifica al Señor. Esta es una pareja que el Señor ha enviado. ¿Quién más irá?