“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla” (Salmo 24:7-8).
Vamos a volver a contemplar a este Rey en su entrada triunfal en Jerusalén. Vemos a Jesús, el Rey de gloria, montado en un burro, tomando la ciudad de Jerusalén como la capital de su reino, como su padre David la tomó siglos antes, pero ahora no con un despliegue de poder humano, sino manso y humilde, reflejando el mismo corazón de Dios. Luego le vemos como el Juez justo, tomando venganza a sus enemigos. Anticipa el juicio de Dios sobre la nación de Israel y sobre su religión en las dos parábolas actuadas: la maldición de la higuera y la limpieza del templo. Este es el otro lado del carácter de Dios. Él es la combinación perfecta de amor y justicia. Jesús entra en Jerusalén con el amor que le llevaría a la Cruz; pero los que rechazan esta oferta de salvación, como lo iba a hacer la nación de Israel y la religión de los judíos, caen bajo su juicio divino.
El es Juez majestuoso, el Rey de toda autoridad, justo y humilde, manso y temible, amante, que odia a los enemigos de Dios con odio perfecto: “¿No odio, oh Jehová, a los que te aborrecen, y me enardezco contra tus enemigos? Los odio con odio perfecto y los tengo por enemigos” (Sal. 139: 21, R. S. V). Está lleno de compasión para los presos de la oscuridad y lleno de ira para sus captores. El otro lado del amor es la justicia. Si el amor no defiende su objeto, no es amor. Jesús iría a la batalla contra las potestades de las tinieblas, contra la religión oficial, diabólica y siniestra, ofreciendo libertad a los cautivos, pero para los que no se pongan de su parte les espera el terrible día de juicio. ¿Este es un Dios de amor? ¿Este es el Jesús manso y humilde? Sí, amor en toda su furia contra el reino de Satanás que había usurpado el templo de Jerusalén y había puesto su trono y su sede allí, y tenía cautivo el pueblo de Israel. Jesús lo conquistaría en la Cruz: “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en el Cruz” (Col. 2:15).
Este es el Rey de gloria, poderoso en batalla, conquistando la ciudad y librando a sus cautivos: “Voz de alboroto de la ciudad, voz del templo, voz de Jehová que da el pago a su enemigos”. Pero para su pueblo en esta ciudad dice: “Alegraos con Jerusalén, y gozaos con ella, todo los que la amáis… para que maméis y os saciéis de los pechos de sus consolaciones; para que bebáis, y os deleitéis con el resplandor de su gloria. Porque así dice Jehová: He aquí que yo extiendo sobre ella paz como un río, y la gloria de las naciones como torrente que se desborda; mamaréis, y en los brazos seréis traídos, y sobre las rodillas seréis mimados. Como aquel a quien consuela a su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo” (Is. 66: 6 y 10-13).