2 de enero
Génesis 2 | Mateo 2 | Esdras 2 | Hechos 2
Podríamos pensar que es una forma muy extraña de acabar este relato de la creación: “En ese tiempo el hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza.” (Génesis 2:25). A Hollywood le encantaría: ¡qué gran excusa para el morbo sexual si alguien intentara llevar esta escena a la gran pantalla! Nos precipitamos si sólo nos fijamos en lo puramente narrativo.
Este versículo está situado de manera estratégica. Vincula el relato de la creación de la mujer y el establecimiento del matrimonio (Gn. 2:18-24) con la narración de la caída (Gn. 3). Por una parte, la Biblia nos hace saber que la mujer fue tomada del hombre. Creada por Dios para ser una “ayuda adecuada” (2:18), es doblemente una con él: es hueso de sus huesos y carne de su carne (2:23). Ahora, ambos están unidos como una sola persona a través del matrimonio, una sola carne (2:24), el paradigma de los que vendrán más tarde, de nuevos hogares y familias. Por otra parte, en el capítulo siguiente leemos la historia de la caída, la despreciable rebelión que intro- duce la muerte y la maldición. Como deducimos de la lectura de mañana, parte de ese relato presenta al hombre y a la mujer escondidos de la presencia del Señor, porque su rebelión les ha abierto los ojos y han visto su desnudez (3:7, 10). Aunque no deberían haberse sentido avergonzados, su instinto hace que se escondan.
Esto no era lo previsto. Según se nos indica, en el principio “el hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza”. El aspecto sexual salta a la palestra, aunque la declaración está cargada de profundo simbolismo. Es una forma de expresar que no había culpa alguna, nada de qué avergonzarse. Esta feliz inocencia manifestaba transparencia, un candor total. No había nada que esconder ni de Dios ni mutuamente.
¡Qué diferente a cómo fue todo tras la caída! El hombre y la mujer se ocultan de Dios y culpan a los demás. La ingenuidad ha desaparecido, la inocencia se ha disipado, la transparencia se ha acabado. Estos son los efectos inmediatos del primer pecado.
¡Cuánto más nefastas son estas mismas consecuencias cuando se introducen en la psique de una raza caída, en los individuos como usted y yo con tantas cosas que esconder! ¿Le gustaría que su esposa o su mejor amigo conocieran la dimensión absoluta de cada uno de sus pensamientos? ¿Desearía que sus motivaciones quedaran expuestas a la vista pública? ¿No nos avergonzamos de algunos de nuestros actos y los ocultamos al mayor número de personas posible? Incluso aquellas personas que alardean de su pecado por tener la conciencia “encallecida” (como señala, p. ej., 1 Ti. 4:2) lo hacen en según qué aspecto.
¡Qué dimensiones tan asombrosas caracterizan a la salvación que aborda problemas tan profundos como estos!