“Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, fue a ver si tal vez hallaba en ella algo; pero cuando llegó a ella, nada halló sino hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces Jesús dijo a la higuera: Nunca jamás coma nadie fruto de ti” (Marcos 11:12).
Esto ocurrió el día siguiente del “domingo de ramos”, cuando Jesús recibió la aclamación de las multitudes: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene!” (Marcos 11:9-10). Y luego tenemos esta historia tan extraña. ¿Qué culpa tenía la higuera si no era tiempo de higos? Parece que Jesús quería un capricho y como no lo consiguió, se enfadó con el árbol y la maldijo. Pero este no es el Jesús al que conocemos. No concuerda con su carácter revelado a lo largo de la Biblia. No lo entendemos. Acto seguido entra en el templo y tira todo abajo.
Son dos historias de actos violentos de juicio. Son parábolas actuadas que hablan de juicio y destrucción. La higuera prometía, pero no daba. Tenía toda la apariencia de dar fruto, pero a la hora de la verdad, no había. Para esta época de semana santa tenía que haber echado las primicias que son para Dios, brevas, u otra fruta pequeña que servía de alimentación para los pobres. Su ausencia era evidencia de que el árbol era estéril. Era como la nación de Israel. La gente acaba de aclamarle como Rey, pero las apariencias engañaban. ¡Mucho ruido y pocas nueces! En tres días gritarían: “Crucifícale”, con la misma pasión. El pueblo de Dios no había producido los frutos de justicia. Sus vidas eran vacías y su rechazo del Mesías lo demuestra. Jesús afirma con esta parábola actuada que se les acerca el juicio. Por sus frutos (o falta de ellos) se les conoce. Son bordes, hojas prometedoras, sin fruto.
¿Y qué del templo? El templo simbolizaba la religión de Israel, igualmente estéril y bajo el juicio de Dios. Es la religiosidad sin fe. Hacían negocio con la culpabilidad humana, vendiendo el perdón de pecados a precio de ovejas carísimas. Tanto la nación como la religión estaban en bancarrota delante de Dios, esperando su juicio, que no tardaría en venir. Jerusalén fue destruido en el año 70 d. C. Jesús fue el último cordero sacrificado, la culminación del sistema de sacrificios y el cumplimiento del templo. Ahora el templo somos nosotros su pueblo, Él siendo la piedra de ángulo. En el Cielo no hay templo: “porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero.” (Ap. 21:22).
¿Y qué de nosotros? ¿Cómo está la iglesia de Cristo? Por mucha religión que tengamos y por ostentosa que sea nuestra profesión de fe, si no hay fruto de justicia en nuestras vidas, somos bordes, árboles sin fruto, decepcionantes y engañosos, igual que el Israel de entonces, y reos de juicio. Jesús tiene hambre de fruto en ti y en mí. Vamos a dárselo.