Nuestra entrada en el Reino eterno

Margarita Burt

 

“Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11).

Algunos piensan que no importa cómo llegamos al cielo, si entramos por los pelos, salvos como si por fuego, da igual, lo importante es llegar. Con esta lógica no importa si viajamos en primera o segunda clase, igualmente llegamos al destino, ¿o no? Desembarcan del avión dos hombres, uno trajeado que ha viajado en primera, para resumir sus responsabilidades de alto cargo en el gobierno del estado, y otro, pobre, buscando trabajo en la ciudad. Éste va vestido de chándal y lleva todas sus pertenencias en una mochila en la espalda. No hay nadie esperándole. Buscará una pensión para pasar la noche y luego empezará a caminar por las calles preguntando por los puestos más bajos de trabajo. En cambio, cuando el trajeado baja del avión, hay una comitiva esperándole para conducirle a su hotel de cinco estrellas en un Mercedes con chofer. Le espera un trabajo muy importante. ¿Da igual cómo hemos entrado en el cielo? ¿Tendrá algo que ver con los cargos que ocuparemos después?

José María Martinez en su libro “Tu Vida Cristiana” describe dos entradas de veleros en el Puerto Eterno. Uno llega con el viento en popa, sus velas desplegadas, glorioso y magnífico a la luz de la aurora. Entra con gracia y elegancia ante los ojos de los admiradores que lo esperan en la otra ribera. Es recibido con aplausos, exclamaciones y gran celebración. Otro barco llega medio naufragado, con el mástil roto, las velas hechas trizas, casi hundido, siendo arrastrado por un remolcador. Es dejado solo en la playa, la mayor parte de ella solo sirve de chatarra. ¿Qué recibimiento quieres tener tú? Quieres llegar cabizbaja y avergonzado o para la gloria de Dios?

A Pedro le fue otorgado un amplia y generosa entrada en el reino eterno, no con la pompa y ceremonia del primer Papa, sino con la majestuosa humildad del sirvo de Jesucristo, crucificado como Él, pero con la cabeza hacia abajo, porque no se consideró digno de morir de misma manera en que murió su Maestro. Con qué amor, qué abrazos y qué celebración le habrá recibido su Señor y Amigo cuando pasó por las Puertas Eternas en su entrada triunfal al reino glorioso de su amado Salvador. Habrá subido el grito: “¡Ha llegado Pedro!”, el transformado y valiente pescador de hombres que no temió la muerte, sino que pudo ver más allá de la tumba a la gloria que le esperaba.

Pedro escribió estas líneas “sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado” (v. 14). Esta es la entrada que él anticipaba para sí mismo dentro de poco, y la que deseaba para todos sus lectores. Es la que anhelamos nosotros, los que amamos entrañablemente a nuestro Señor y Salvador. Queremos entrar en su presencia, victoriosos, en medio de exclamaciones de júbilo y alabanzas a Dios, porque nosotros, por su gracia, también hemos sido vencedores. “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap. 3:21).

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