“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4: 6-8).
Pablo ve la vida cristiana como una batalla, una carrera y un trabajo de guardia. Su visión no podría estar más lejos que la de muchos que piensan que ser cristiano consiste en asistir a la iglesia una vez por semana y comportarse bien. Para él es un esfuerzo que requiere toda su energía, todas sus capacidades, una tremenda perseverancia, trabajo arduo, capacidad para soportar sufrimiento, determinación, y el extenuarse más de lo que su cuerpo puede soportar para llegar a la meta.
Es una batalla feroz contra el diablo y todas sus fuerzas: “No tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de la tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12). Esta es la batalla que Pablo ha estado lidiando. El diablo ha usado todo lo que está en su poder para derrotarlo: enfermedades, torturas, atentados contra su vida, falsos hermanos, deserciones, gente malvada, persecución, hambre, peligros de viaje, tempestades en alta mar, naufragios, cárceles, el sistema religioso del judaísmo y el poderío del imperio romano; y en todo Pablo ha sido más que vencedor por medio de Aquel que le amó. Satanás nada pudo contra él. Demostró que todo lo pudo en Cristo que le fortaleció.
La vida cristiana también es una carrera, de maratón tras maratón, cuesta arriba, exigiendo lo imposible de un ser humano. De esto Pablo escribe: “No que lo hay alcanzado ya, sin que a sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidado ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:12-14). Pablo no dio por sentado que iba a terminar la carrera. Bien sabía que muchos caen postrados en el desierto sin nunca llegar a la Tierra Prometida. Temía dejarla y no alcanzar la meta. Dijo: “Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo vengo a ser eliminado” (1 Cor. 9:26, 27). Pero Pablo ya ha superado este peligro. Ha llegado a la meta.
Pablo también ha trabajado como vigilante. Ha guardado la fe contra falsos maestros, por ejemplo: “Himeneo y Fileto, que se desviaron de la verdad, diciendo que ya hubo resurrección, y trastornan la fe de algunos” (2 Tim. 2:17, 18). Ha guardado su propia fe intacta contra dudas, contra insinuaciones satánicas, contra tentaciones de torcer las Escrituras a su ventaja, contra el desánimo, y contra la incredulidad. Su confianza en Cristo es brillante, aun en la prisión en Roma, falsamente acusado, abandonado por los creyentes, y esperando el martirio. Nuestro hermano Pablo ha ido delante mostrándonos que el mismo poder que operaba en él opera en nosotros para capacitarnos para llegar “más que vencedores” a la meta, “al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.” Así sea para ti y para mí.